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viernes, 16 de junio de 2017

Las instituciones religiosas en tiempos de Jesús

Las instituciones religiosas en tiempos de Jesús

Resulta difícil presentar por sí mismas las instituciones religiosas de Israel, ya que toda la existencia judía, econó­mica, social y política, está marcada por la religión. Ya hemos visto, por ejemplo, la importancia económica que tenía el templo. Recogeremos aquí algunos de los datos más conocidos sobre el templo, la sinagoga y las fiestas religio­sas.
EL TEMPLO

El templo es en todos los aspectos el centro de Israel. El primer edificio fue construido por Salomón y destruido cuando la toma de Jerusalén por Nabucodonosor en el año 587 a.C. El segundo templo, reconstruido al volver del des­tierro e inaugurado en el año 515, era mucho más modesto. Fue levantado de nuevo por Herodes sobre bases comple­tamente nuevas. A veces se designa la historia judía entre el 583 a.C. y el 70 p.C. con el nombre de periodo del segundo templo.
LA CONSTRUCCIÓN

Escuchemos la descripción que nos hace Josefo de este templo de Herodes:

«En el aspecto exterior de la construc­ción no se ha omitido nada para impresionar el espíritu ‑y la vista. En efecto, como estaba recubierto por todas partes con espesas placas de oro, ya desde el amanecer reflejaba la luz del sol con tanta intensidad que obligaba ‑a quienes lo miraban a apartar los ojos como se apartan de los rayos solares. Para los extranjeros que llegaban, se presentaba a lo lejos como una montaña nevada, pues donde no estaba cubierto de oro lo estaba con mármol blanquísimo. En la cima estaba erizado de puntas de oro afiladas para impedir que se posaran las aves y ensuciaran el techo» (De bello judaico, V, 222‑224).

Esta expresión de magnificencia es la que nos dan todos los testigos oculares. Es verdad que el contemporáneo de Jesús debería quedar deslumbrado cuando, llegado a la cima de una colina, descubría la ciudad y en el medio una torre de 50 m. de alta (equivalente a un edificio de 15 pisos), plantada en una inmensa planicie de 480 m. de larga por 300 m. de ancha, que dominaba sobre el resto dala ciudad y que estaba rodeada de un muro, verdadera fortaleza. Penetremos en esa planicie: tienen acceso a ella los judíos y los paganos. Vemos dos inmensos pórticos ó patios rodeados de columnatas, en donde están instalados los comerciantes de bueyes, corderos, palomas, aceite y ‑harina necesarios para el culto[1], así como los cambistas: en efecto, la moneda Oficial del templo sigue siendo la que se acuñó en tiempos de Alejandro Janeo (103‑76 a.C:), con el mismo peso que la de Tiro (por eso se le llama también moneda tiriana). El centro de esa planicie está algo elevado sobre los demás: unas estelas o lápidas escritas en griego y en latín prohíben el paso a todos los incircuncisos, so pena de muerte. Su­biendo unos escalones, se llega a la terraza central sobre la que está construido el templo. Dan acceso al mismo nueve puertas monumentales, cuatro al norte, cuatro al sur y una al este; estas puertas estaban recubiertas totalmente de oro y plata, lo mismo que sus montantes y dinteles; pero una de ellas que daba hacia fuera del santuario, en bronce de Corinto, sobrepasaba ampliamente en valor a las otras de­coradas de oro y plata. Cada portón tenía dos puertas de 30 codos de alto cada una (=15 m.) y 15 de ancho», (Josefo, De bello judaico, V, 201‑202). Esta puerta corintia es sin duda la puerta hermosa de Hech 3,2.Se pasa a continuación al patio de las mujeres, luego al de los hombres y finalmente al de los sacerdotes, que rodea al altar de los sacrificios. Detrás de esté altar se levanta el templo propiamente dicho, una especie de cubo que mide 50 m. de longitud, de anchura y de altura. En el interior, la sala llamada el Santo tenía en el centro el altar de los perfumes, a la izquierda la mesa de los panes de la proposición o de la ofrenda, a la derecha el candelabro dalos siete brazos. El Santo dalos santos estaba completamente vacío (en el templo de Salomó n, destruido en el año 587, contenía el arca dala alianza); está separado del Santo, no por una pared, sino por una doble cortina (el velo del templo); sólo el sumo sacerdote penetra en él, con gran temor, una vez al año, el día de la fiesta de la expiación: es el lugar dala presencia del Señor.

Adosados a las paredes del templo hay varios edificios anejos: la sala del sanedrín, almacenes para la leña, el vino, el aceite destinado al culto, la sala del tesoro…

También se habla de varios elementos decorativos, como los racimos de uvas de oro de la altura de un hombre en el frontispicio y de los numerosos tapices y tejidos preciosos llegados de los países más remotos.

EL CULTO

Cuando Josefo nos habla dalos mármoles blancos como la nieve y del oro resplandeciente, seguramente, adorna un poco su descripción, a no ser que los sacerdotes (los únicos que podían penetrar en el interior del templo) limpiasen regularmente las paredes; en efecto, el altar es un foco continuo de polución atmosférica. No hay más que ver hoy los altares de nuestras iglesias: aquel altar cuadrado de 25 m. de lado y 7,5 de alto, al que se sube por unas escaleras, se parece mucho a un incinerador o a un horno crematorio sin sistema de recuperación ni de filtro de humos, ya que lo esencial del culto consistía en .quemar animales enteros (holocaustos) o al menos sus vísceras y su grasa (sacrificios por el pecado y sacrificios de comunión). Lo único que no se quemaba era la piel, que se convertía en propiedad de los sacerdotes. En cuanto al fuego, se utilizaba leña relativa­mente preciosa junto con el incienso, cuyo perfume debería atenuar el olor de la carne carbonizada.

Todos los días se inmolaban como ‑sacrificio perpetuo­ de Israel a su Dios 2 corderos añejos: uno por la mañana y otro por la tarde. El emperador romano mandó además que se sacrificaran (¿a su propia costa?) otros 2 animales ‑no sabemos cuáles‑, uno por él y otro por el imperio. Señale­mos de pasada una diferencia enorme: mientras que todos los demás pueblos tienen que inmolar al emperador, aquí se le ofrece a Dios un sacrificio por él. No conocemos el ritual exacto de estos sacrificios oficiales: si oficia un solo sacer­dote, designado por suerte, es probable que asistieran los demás sacerdotes de servicio y que intervinieran los levitas y los músicos.

Durante el resto de la jornada, se sucedían los sacrificios privados: tampoco en este caso conocemos su cifra, pero debían ser numerosos, sobre todo durante el verano (época de los viajes) y especialmente durante las grandes peregrinaciones. Si Herodes decidió agrandar el templo el año 20 a C, fue desde luego por razones políticas: deseaba agradar al pueblo. Pero los judíos no habrían aceptado esta decisión que tuvo que plantearles no pocos problemas de orden ritual y dificultades para el mantenimiento del culto, si aquello no hubiera respondido a unas necesidades efectivas. Hech 21, 26 supone que era necesario concertar previamente la fecha para el sacrificio; es verdad que Hech 20, 16 sugiere que Pablo llegó en el momento crítico de las peregrinaciones, pero lo cierto es que los sacerdotes tenían seguramente tarea.

El israelita que quería ofrecer un sacrificio empezaba comprando, en la entrada del templo, el animal o los anima­les que deseaba ofrecer, así como la harina y el aceite necesarios prácticamente para las ofrendas. Luego entraba en el segundo recinto y pasaba al patio de Israel. Se pre­sentaba a un sacerdote, reconocible por su vestidura espe­cial (traje de lino blanco). Este le llevaba entonces, a través del patio de los sacerdotes que se podía atravesar en estas circunstancias, hasta el pie del altar. Si en el A.T. era el propio oferente el que degollaba personalmente a la víctima, parece ser que en el siglo I de nuestra era esta función correspondía al sacerdote, excepto en el rito del cordero pascual, inmolado por el cabeza de familia, ya que todo el pueblo, según Filón, se veía elevado aquella tarde a la dignidad sacerdotal. Luego el animal era despojado de su piel, despedazado y utilizado cada uno de los trozos según las prescripciones de la ley. Estos ritos van acompañados de plegarias y bendiciones, que no conocemos. Una mujer .o una persona incircuncisa pueden también ofrecer sacrifi­cios, pero les está prohibida la entrada en lo más íntimo del templo, por lo que no pueden acompañar y ayudar al sacer­dote.

LOS CIRCULOS DE SANTIDAD

Hemos hablado hasta ahora de lugares concretos, de patios (de las mujeres, de los israelitas…) o de límites bien precisos. Estas delimitaciones se basan, más profunda­mente, en la concepción judía de la santidad. En plan es­quemático, podríamos decir que, para lsrael, sólo Dios es el santo, el puro, el separado, el perfecto; por naturaleza, el hombre y la creación en general son lo profano, lo impuro, lo vulgar, lo imperfecto. Por simple proximidad o contacto, cada uno es capaz de comunicar una parte de lo que es; por eso el hombre puede comunicar su impureza a su seme­jante, pero n o su santidad. Dios, al contrario, comunica su santidad a todo lo que se le acerca, una santidad cada vez más difusa y más débil a medida que uno se aleja de él. Podría representarse esto bajo la forma de unos círculos concéntricos.

En el centro está el lugar sagrado por excelencia, el sitio en donde Dios hizo descansar su gloria (1Rey 8,10): el Santo de los santos. Viene luego el Santo, donde pueden penetrar los sacerdotes. Está luego el altar en el que se ofrecen todos los sacrificios y el espacio entre el altar y el Santo, estricta­mente reservado para los sacerdotes. Luego el patio de los sacerdotes al que tienen acceso los sacerdotes, incluso aunque no sean aptos para el culto (inválidos de cualquier clase). En quinta y sexto lugar vienen los hombres adultos de Israel y las mujeres. Finalmente, están los paganos. Estos círculos a su vez se inscriben en un contexto más amplio: alrededor del templo, el espacio sagrado por excelencia, está la ciudad de Jerusalén; luego el país de Israel y final­mente el resto del universo.

Según su estado, circunciso o sin circuncidar, puro o impuro, el hombre puede ir avanzando más o menos por estos ‑grados» de santidad: mientras permanezca dentro de los límites que sede han asignado, no hay ningún problema; pero si los traspasa, su impureza “profana” el sitio en el que ha entrado indebidamente y rompe el equilibrio querido por el Señor. Del mismo modo, cuando Jesús toca a un leproso para Curarle, pretende purificarlo, darle su santidad, mien­tras que para los judíos no hace más que contagiarse de su impureza.
La sinagoga

El templo es el lugar que polariza toda la vida religiosa, política y económica de Israel. Pero en la vida cotidiana hay otra institución ‑la sinagoga‑ de enorme importancia. Hay solamente un templo al que se sube en contadas ocasiones (una vez al menos en la vida si se reside fuera de Palestina), pero la aldea más pequeña tiene su sinagoga; allí es en el fondo donde se forja la mentalidad y la piedad del israelita.

Lo mismo que el término iglesia, la palabra sinagoga representa dos realidades: la reunión de los creyentes para la oración y el edificio material en donde se celebra esa reunión. Hech 16, 13 sugiere que el edificio es secundario respecto a la reunión.

LA REUNIÓN

Los orígenes de esta clase de reuniones no los conoce­mos más que por algunas fuentes literarias que se muestran especialmente oscuras en éste punto. Parece ser que hay que buscar este origen en tiempos del destierro de Babilonia (587 al 538 a.C.). Aquel desastre nacional fue una prueba muy dolorosa para la fe de Israel, que provocó incluso la apostasía de muchos: la destrucción del templo y la desapa­rición del culto les parecían la prueba de que los dioses babilonios eran más fuertes que el Dios de Israel. Pero otros judíos, preparados por la predicación de Jeremías y sobre todo de Ezequiel, que vivió con ellos deportado con los demás, descubrieron un sentido a lo que estaban viviendo: Dios no abandona a su pueblo, quiere purificarlo. Sise ha suspendido el culto oficial, sigue siendo posible la medita­ción sobre los acontecimientos pasados y presentes y la oración al Señor. Los creyentes empiezan entonces a reu­nirse donde pueden para reavivar mutuamente su fe. Los sacerdotes ocupan ciertamente un papel importante y, en compensación, todo este esfuerzo de reflexión contribuye ampliamente a la formación de la .tradición sacerdotal» y a la intensa actividad literaria de la época. A veces se reúnen para esta reflexión en la playa junto a un río, cerca de la ciudad donde viven los deportados (Sal 137, 1).

¿Continuó la costumbre de celebrar estas reuniones al volver a Palestina? Se ocuparon en primer lugar de recons­truir el templo y de restaurar el culto. Pero, incluso en Palestina, el movimiento sinagogal parece ser que se desa­rrolló bajo el impulso de Esdras y Nehemías; la descripción que nos ofrece este último (Neh 8) es un buen ejemplo de estas reuniones. Por su parte, los judíos que quedaron en Babilonia y los que se dispersaron por el mundo (la diás­pora) sintieron también la necesidad de reunirse, a fin de mantener su fe en el Señor y de afirmar su conciencia de pertenecer al pueblo elegido. El movimiento se generalizó y en el siglo I de nuestra era cada comunidad judía tenía su sinagoga; las ciudades como Jerusalén, Roma, Alejandría o Antioquía tenían un gran número (480 en Jerusalén según la tradición rabínica). Por esta época se cree que esta institu­ción es tan antigua como el propio pueblo (Hech 15, 21).

El desarrollo del culto se centra en la oración y en la meditación de las escrituras. Se empieza recitando el Shema, el credo del pueblo de Israel compuesto de tres pasajes bíblicos: Dt 6, 4‑9; 11, 13‑21; Núm 15, 37‑41. Se afirma así de antemano fa unicidad de Dios y el vínculo tan estrecho que lo une a su pueblo. Vienen luego algunas oraciones, proclamadas por el responsable del oficio y a las que el conjunto de asistentes se asocia respondiendo “Amén”. Se refieren a la vez a las necesidades de la vida corriente y a la gran Ilusión del pueblo: la instauración de la era mesiánica. El Talmud nos ha transmitido la oración llamada Shemoné Esré (o Dieciocho bendiciones), pero a este libro le gusta codificar elementos que no siempre per­tenecen al siglo l; algunas de estas bendiciones son cierta­mente posteriores a la destrucción del templo y tampoco son idénticas las dos versiones de está plegaria, por lo que cabe preguntarse si en el siglo l habría sólo un esquema de oración más que un texto fijo.

Viene luego la lectura de la palabra de Dios. Se trata siempre de un texto de la Torah (nuestro Pentateuco). No se trata de recitar el texto de memoria (por miedo a olvidarse de una sola palabra del texto sagrado), sino que hay que leerlo, en el texto hebreo. Pero como muchos judíos no conocen esta lengua, el lector tiene que pararse detrás de cada versículo y otro miembro de la comunidad lo traduce al arameo. Esta traducción es a veces literal, pero otras mu­chas veces es una paráfrasis para relacionar el texto con otros pasajes bíblicos o introducir toda una interpretación teológica: esto el tárgum. Todos los judíos varones de más de doce años pueden leer la Torah. Sin duda hay cierta libertad para escoger el pasaje que hay que leer, pero cuando se acercan las fiestas se buscan los textos que hablan de aquella solemnidad. La lista de trozos para cada sábado no se fijará hasta mucho más tarde.

A continuación viene la lectura de un pasaje de los profetas, según los mismos principios pero con mayor posi­bilidad de elección. Es frecuente que el texto profético se escoja en función de la lectura de la Torah, pero la codifica­ción fue todavía más lenta en establecerse. Antes o después de esta lectura tiene lugar la predicación, que puede hacer cualquier judío adulto. Consiste de ordinario en una paráfra­sis explicativa del texto bíblico, con una buena dosis de citas hechas fuera de todo contexto y de toda consideración de orden histórico. Estos comentarios son a la vez una exalta­ción y una glorificación del altísimo, una formación teoló­gica dada a todo el pueblo y una invitación a vivir según la ley. Con esto termina el oficio.

Como esta acción litúrgica n o lleva consigo ningún ele­mento sacrificial, el sacerdote no ocupa en ella ningún lugar determinado, a no ser mediante una bendición que tiene lugar al final dala primera parte y que normalmente sala reservaba a él. Si no hay presente ningún sacerdote, lo sustituye el presidente de la reunión.

Cualquier judío puede leer y hacer el comentario…, pero no todos lo hacen. El pequeño artesano o el campesino que ha estado trabajando duro toda la semana carece muchas veces de la competencia necesaria para hablar y se siente feliz de ceder su sitio a alguna persona más competente (un escriba) o a alguien que esté de paso: quizás ese forastero tenga una explicación mejor o una presentación diferente. Pero prácticamente son los escribas y los fariseos los que

Hay en Israel tres fiestas que tienen un papel muy im­portante; son momentos en que el pueblo se reúne para manifestarla solidaridad de sus miembros y para celebrar las grandes intervenciones del Señor, el liberador de su pueblo: son las tres fiestas de peregrinación, pascua, pente­costés y tiendas (o tabernáculos). Tres veces al año irán todos los varones en peregrinación al lugar que el Señor se elija: por la fiesta de los ácimos, por la fiesta de las semanas y por la fiesta datas chozas (o tiendas)» (Dt 16, 16). Parece ser que estas fiestas fueron inicialmente celebraciones rela­cionadas con el ritmo de la naturaleza: en primavera, los nómadas ofrecen a los dioses los corderos primogénitos (pascua) y los campesinos sedentarios las primicias de la cosecha de cebada (fiesta de los ácimos); la fiesta de las semanas se sitúa en el verano, al terminar la recolección de trigo, y la de las tiendas en otoño, al acabar de recogerlos frutos. Con el correr de los años, estas fiestas fueron “histo­ricizadas”, esto es, fueron puestas en relación con un acontecimiento histórico, como veremos con cada una de ellas.

En el siglo I, cada una de estas tres fiestas duraba una semana entera, sin contar los días de viaje que duraba a veces cuatro días de ida y cuatro de vuelta para los que animan esas reuniones de oración. Estolas permite propa­gar sus ideas y acrecentar su influencia en el pueblo. Sin la sinagoga, no habrían tenido nunca el prestigio y la impor­tancia que tenían.

Para celebrarla oración en común se necesita que haya por lo menos diez hombres adultos libres; si no, no se celebra. Esta prescripción le ha valido a veces a un esclavo judío la liberación anticipada: era necesario alcanzar el nú­mero mínimo que estaba prescrito.

LOS EDIFICIOS

La sinagoga es generalmente un edificio rectangular orientado hacia el templo. Lo esencial del mobiliario se compone de un armario en el que se guardan cuidadosa­mente los rollos dala Torah y dalos profetas. Algunas tienen bancos de piedra a lo largo de las paredes; ordinariamente sin embargo se sentaban en el suelo o permanecían de pie. Mt 23,6 alude a algunos asientos reservados para los perso­najes más notables, pero no hay testimonios de ello en ningún otro documento. Las mujeres y los niños están se­parados de los hombres, a veces por una simple barrera de madera; otras veces se construye una tribuna para las mu­jeres. Las sinagogas de los siglos II y III de nuestra era tienen las paredes ricamente adornadas y el suelo está hecho de mosaicos, pero no sabemos si serían así también las del siglo I.

Este edificio se aprovechaba todo lo posible, y no sólo para los oficios del sábado; se convirtió pronto en lugar de educación para los niños y jóvenes; en muchas aldeas se tenía allí la escuela; en los centros más importantes se construían salas de clase alrededor de la habitación central. En Jerusalén se han encontrado las ruinas de la sinagoga de los alejandrinos, que servía para acoger a los peregrinos que venían de baños. Por eso la sinagoga podía tener dimensio­nes muy variables. Pero siempre fue “la casa de la ense­ñanza”.

¿A quién pertenecía aquel edificio? Habitualmente, por lo visto, a la comunidad local; todos participaban en su cons­trucción y en su mantenimiento. Pero a veces era también propiedad de un individuo o la construía una persona parti­cular, para entregársela luego a la comunidad. Esto explica en parte las diferencias de amplitud y de ornamentación de las mismas.

Los que vivían en la alta Galilea viajaban a pie, en caravana, for­mando grupo los peregrinos de una o varias aldeas: así era más fácil evitarlas malas sorpresas de los bandidos.

Sería utópico pensar que todos los judíos hacían efecti­vamente las tres peregrinaciones. Desde luego, no las ha­cían los dala diáspora; en cuanto a los campesinos galileos, es poco probable que las hicieran todas, teniendo en cuenta los gastos de tiempo y de dinero y que al menos los ácimos y las tiendas calan en pleno período de recolección, que era más tardía en Galilea que en Judea. Por eso la fiesta más frecuentada era la pascua.

LA FIESTA DE PASCUA

Con esta fiesta agraria iba unido el recuerdo de la liberación de Egipto. Luego, en el curso dalas edades, se celebró con esta ocasión el “aniversario” de los grandes aconteci­mientos fundadores y liberadores de Israel: la creación del mundo, la realización de la promesa de descendencia a Abrahám, la liberación de Egipto y la (futura) liberación mesiánica (véase el »poema de las cuatro noches», sacado del tárgum del Éxodo y citado en Los salmos y Jesús (Cuadernos bíblicos, 25, 10).

Durante la pascua, se reunían 180.000 peregrinos en una ciudad que contaba según algunos 25.000 habitantes y pro­bablemente de 45.000 a 50.000.’ Como no todos estos pere­grinos podían alojarse en la ciudad santa, se ensanchaban sus límites en esta circunstancia y se englobaban en ellos las aldeas de los alrededores.

En la tarde del 14 de Nisán, los cabezas de familia (familia en sentido estricto ‑o grupo de 10 a 15 personas, incluidos mujeres y niños) venían al templo con un cordero para inmolarlo. Como n o habla sitio suficiente en el patio de los israelitas para acoger a todo el inundo, se organizaban tres «servicios»: se ponían en fila ante los sacerdotes que tenlas la misión de recoger la sangre de los animales para llevarla a su casa, desollaban al animal y lo asaban. Entre­tanto, la esposa quitaba de la, casa todo cuanto pudiera parecerse a pan fermentado (o sea, hecho con levadura) y preparaba una especie de galletas sin levadura y unas «hier­bas amargas» (ensaladas distintas). Comenzaba entonces el banquete de la fiesta. El día del éxodo habían cenado aprisa (Ex 12, 11), pero ahora cenaban echados en divanes según la moda romana. En aquel banquete era de rigor beber vino; si alguno era demasiado pobre para comprarlo, el templo le daba con qué llenar las cuatro copas reglamentarias. Entre­tanto, la familia cantaba los salmos del Hallel (Sal 113‑118), acompañados por las bendiciones recitadas por el padre de familia o quien ocupaba su lugar sobre las copas de vino.

Los niños, sorprendidos ‑o fingiendo sorpresa‑ por este banquete extraordinario celebrado siendo ya de noche ce­rrada, preguntaban: «¿A qué se debe todo esto? ¿En qué se diferencia esta noche de las demás?». Entonces el padre explicaba el sentido de los diversos ritos y hablaba sobre todo de las intervenciones de Dios en favor de su pueblo.

No tenemos datos sobre los actos que se celebraban en la semana siguiente: eran días de regocijo ante el Señor, durante los cuales todo el mundo se esforzaba en consumir los productos del segundo diezmo; en el recinto del templo se celebraban reuniones de oración por el estilo de las celebraciones sinagogales, con lecturas relacionadas directamente con la fiesta y más desarrolladas que de ordinario. Muchos peregrinos se aprovechaban para ofrecer sacrificios de comunión, para oír a los famosos rabinos explicando algún pasaje de la ley o dando algún consejo jurídico. La animación era tan grande que el procurador romano, preo­cupado continuamente del orden, dejaba su residencia de Cesarea para venir a controlar de cerca la situación; desde la fortaleza Antonia (donde residía, a n o ser que se albergara en el antiguo palacio de los asmoneos) estaba en primera fila para observarlo que pasaba en los patios del templo e intervenir ante el menor tumulto. La presencia del procura­dor y de las fuerzas de policía era más necesaria durante la pascua y las demás fiestas de peregrinación por el hecho de que solían acudir también personalidades políticas o diplo­máticas a la ciudad santa: Herodes Antipas (cf. Lc 23, 7), Agripa, un oficial superior de la reina de Etiopía (cf. Hech 8, 27), la reina de Adiabene que se hizo construir una tumba en la periferia de Jerusalén… Estas reuniones populares eran igualmente favorables para los golpes de mano de los zelo­tes. Josefo nos indica que los principales signos precursores de la revuelta judía en el año 66 tuvieron lugar precisamente con ocasión de las peregrinaciones.

PENTECOSTES

Como dice su etimología griega, esta fiesta empezaba 50 días después de Pascua (cf. Dt. 26,9). El libro del Éxodo la llama fiesta de la siega (Ex 23,16) o de las semanas (34,22). Mediante una ligera variación vocálica, algunos la convir­tieron en la fiesta de los juramentos. En efecto, con su celebración se relacionó la alianza del Sinaí; parece ser que ya en el siglo I de nuestra era se había convertido en la fiesta de la renovación de la alianza (no es una casualidad que el autor de los Hechos sitúe en ese día la venida del Espíritu Santo).

En los comienzos de la era cristiana, los diversos grupos religiosos no estaban de acuerdo sobre la fecha de su celebración, dé forma que algunos como los fariseos termi­naban la fiesta en el momento en que la comenzaban los esenios o el autor del libro de los secretos de Henoc.

LAS TIENDAS

Para Josefo, es «la más santa y la mayor de las solemni­dades judías» (Antiquitates judaicae, V111, 10). Tiene también un origen rural, cómo las anteriores: celebra el final de las cosechas y tiene todas las apariencias de una fiesta de la vendimia con la alegría y el peligro de embriaguez que ello supone. «Pero el Levítico (23,43) señala una evolución y la relaciona con la historia: esta fiesta tiene que recordar que Dios hizo habitar a los hijos de Israel bajo tiendas a su salida de Egipto. La dedicación del templo de Salomón coincidió con esta fiesta (1Rey 8, 65‑66), dándole de este modo una relación especial con el santuario; lugar de la presencia y de la protección divina. Según el tárgum, las tiendas tenían que recordar a las nubes protectoras de la epopeya del desierto. Esdras (3. 4) nos dice que los repatriados celebraron esta fiesta apenas vieron restaurado el altar, incluso antes de que se pusieran los fundamentos del nuevo templo; Nehemías (8, 13‑18) describe una celebración según el ritual de Lev 23, 40‑43, con la lectura diaria de la Torah (cf. Dt 31, 10).

Esta fiesta era la más espectacular de todas; para cele­brarla, cada familia tenía que construir en los alrededores de Jerusalén una choza de ramaje en donde vivir durante una semana. Algunos ritos eran muy populares, como la proce­sión de los sacerdotes todas las mañanas hasta Siloé, acompañados de todo el pueblo con palmas (los lulay), al sonido del shofar (un cuerno largo de carnero que servía de coro), la libación del agua sobre el altar (cf. Jn 7,37), quizás para pedirla vuelta de las lluvias, la procesión alrededor del altar y la iluminación de los cuatro grandes candelabros de oro en el patio de las mujeres (cf. Jn 8, 12) que iluminaban a toda la ciudad.

OTRAS FIESTAS

Al lado de estas tres grandes fiestas de peregrinación había otras como el Yom Klppur o día de las expiaciones (célebre luego por la «guerra del Kippur» en 1973). Se celebraba unos días antes de la fiesta de las tiendas. No era un día de regocijo, sino más bien de tristeza y de ayuno; se le pedía a Dios que borrase todas las faltas de su pueblo; durante 24 horas se abstenían de todo alimento, y se reunían en el templo donde el sumo sacerdote realizaba solemne­mente el rito de la expiación por sus pecados y por los de todo el pueblo. Era el único día del año en que el sumo sacerdote tenía que presidir la liturgia (excepto si era im­puro, pero para evitarlo lo tenían encerrado toda la semana anterior), el único día en que penetraba en el Santo de los santos para depositar allí un incensario y derramar sobre la piedra que había servido antiguamente de soporte al arca de la alianza la sangre del carnero ofrecido en holocausto por los pecados ocultos de todo el pueblo y los suyos propios; el día finalmente en que se conducía solemnemente al desierto al macho cabrío Azazel, portador de todos los pecados de Israel. Los ritos, ya descritos en Lev 16, están abundante­mente comentados y amplificados en la literatura antigua. Señalemos que la teología de la carta a los hebreos está construida sobre este rito (cf. Cuadernos bíblicos, 19).

Rosh Hashana es la fiesta del año nuevo. Se celebraba diez días antes del Yom Kippur. Es una fiesta austera para preparar la celebración del perdón.

La Dedicación o Hanukhah, en diciembre, celebraba el aniversario de la purificación del templo después de la victoria de Judas Macabeo en el 164 a.C. (1Mac 4). Josefo la llama «la fiesta de las luminarias» (cf. J n 10, 22).

Los Purim o las suertes conmemoran la liberación del pueblo que se narra en el libro de Ester. Se convirtió en algo equivalente a nuestro «carnaval».
El sábado

Las festividades del Señor» (Lev 23, 4) son literalmente las citas anuales que Dios tiene con su pueblo para santifi­car el tiempo. El sábado tiene esta misma función, pero con un ritmo semana.

Su origen es muy complejo. Los legisladores sacerdo­tales que lo codificaron definitivamente durante el destierro (Lev 23, 3; Ex 31, 12‑17) unieron dos instituciones, distintas en su origen, pero muy antiguas las dos: un día de fiesta semanal y un día de paro obligado (en los textos antiguos ‑Ex 23, 12; 34‑21‑ no se le llama sábado a este día de descanso). ¿Por qué este ritmo de siete días? Parece estar ligado al calendario lunar de los antiguos semitas del sur de Mesopotamia, donde el mes no dependía de las fases de la luna, sino de su posición según la constelación en que se encontraba ésta al amanecer.

El valor religioso del sábado se desarrolló en dos direc­ciones. Una insiste en el aspecto humanitario y social: el hombre, especialmente el esclavo, necesita descansar; este aspecto liberador del sábado guarda relación con la libera­ción concedida por Dios en el éxodo (Dt5, 14‑15; Ex 23,12). El sábado se relaciona además con la creación: Dios el séptimo día cesó (literalmente, hizo sábado), dejó de inter­venir (Ex 20, 11; Gén 2, 2‑3).

La práctica del sábado se fue codificando con el tiempo, tendiendo a veces a convertirse en una especie de absoluto que esclavizaba al hombre. Jesús no hizo más que devol­verle su sentido primitivo cuando declaró: «El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado» (M c 2, 27).

LA ORACION DIARIA

Por la mañana, antes de comenzar la faena, y por la tarde los hombres adultos tenían que rezar. Vueltos hacia el tem­plo de Jerusalén, recitaban una oración de bendición, luego el Shema y las primeras y últimas de las Dieciocho bendi­ciones o Shemoné Esré que ciertamente estaban ya en uso (cf. Cuadernos bíblicos 25, 56‑58).

Para el pensamiento judío, Dios sólo actuó durante seis días, el séptimo cesó en su actividad, concediendo el hombre la libertad para construir el mundo; llegará el día octavo en que Dios consume su obra. No es una casualidad el que los musulmanes celebren el día sexto (el viernes: Dios sólo lo hace todo), los judíos el séptimo (el sábado: espacio de libertad concedido al hombre para obrar) y los cristianos el octavo (domingo: Dios ha empezado ya a consumar su obra por medio de Jesús, su mesías).

LOS GRUPOS POLITICO‑RELIGIOSOS

Después de la caída de Jerusalén en el año 70 IC, el judaísmo sobrevivió gracias a los fariseos; fueron sus tradi­ciones las que estructuraron la ley judía hasta nuestros días. Por eso se tiende a veces a proyectar esta situación al período anterior al año 70, pensando que ocurría lo mismo en la época de Cristo. Los evangelios corren el peligro de reforzar esta tendencia; es verdad que hablan de los sadu­ceos, de los herodianos, de los samaritanos y señalan que uno de los discípulos, Simón, tenía el sobrenombre de ze­lote, pero los únicos adversarios serios de Jesús, en el plano doctrinal, siguen siendo los fariseos. Esta simplificación no recoge toda esa ebullición de ideas que diversificaba enton­ces al judaísmo. Josefo, por su parte, nos habla de tres «sectas» (o corrientes de ideas) para presentarnos efectiva­mente a cuatro: fariseos, saduceos, esenios y zelotes.

De hecho, resulta muy difícil definir estos grupos. En efecto, por una parte el judaísmo se acomodaba bastante bien alas divergencias más o menos importantes entre sus miembros, con tal que mantuvieran unas cuantas verdades esenciales y ciertas prácticas. Así, por ejemplo, en Jerusalén los discípulos de Jesús parece ser que fueron bien conside­rados bastante tiempo, como si siguieran formando parte del pueblo judío: conservaban la fe en el Dios único, se apoya­ban en las escrituras, seguían rezando en el templo (Hech 3, 1); formaban entonces, dentro del judaísmo, una especie de nueva tendencia que se designa en cierta ocasión como la secta de los nazarenos (Hech 24,5). Por otra parte, la doctrina de estos grupos nos es poco conocida: la de los fariseos se nos ha transmitido en textos que fueron escritos mucho más tarde; el pensamiento de los saduceos sólo nos ha llegado a través de las críticas de sus adversarios; los movimientos bautistas se desarrollaron entre las capas po­pulares que no suelen dejar literatura: sólo los esenios, a partir del descubrimiento de algunos de sus manuscritos a partir de 1947, nos ofrecen algunos documentos, pero que muchas veces son de acceso difícil.

Hablaremos aquí sobre todo de las cuatro sectas presentadas por Josefo, antes de añadir algo sobre los samari­tanos y los bautistas.

UN POCO DE HISTORIA

El origen de los cuatro primeros grupos se relaciona más o menos con la época macabea. Ya hemos presentado esta historia (cf. p. 11); recordemos sólo algunos detalles.

Del 333 al 198 a.C., los judíos viven en paz bajo el dominio de los láguidas de Egipto. En el 198, el rey seléu­cida de Antioquía. Antíoco III, se apodera de Israel y quiere helenizarlo. El mundo griego se les presentaba a algunos judíos como una iluminación: era una invitación a salir del ghetto en que estaban confinados (1Mac 1,11), a vivir de otra manera, a comerciar con el imperio griego… Pero el pueblo, temiendo que desapareciese la fe con sus costum­bres, no siguió a estos nuevos profetas. El autoritarismo de Antíoco IV, que quiso imponer la religión griega, prohi­biendo la circuncisión y las prácticas judías, provocó la sublevación de Matatías en el año 167. El año 166, uno de sus hijos, Judas llamado el Macabeo (¿el Martillo?) le suce­dió, reconquistó el templo y lo purificó en el 164 (fiesta de la dedicación). Pero la guerra continuó largo tiempo en el terreno de las armas y de la diplomacia. El año 160, Jonatán sucede a su hermano Judas y en el 143 otro hermano, Simón, toma el relevo. El 142, logra obtener la independen­cia de Israel. Asesinado en el 134, su hijo Juan Hircano toma el poder y funda la dinastía asmonea. El año 104, le sucede su hijo Aristóbulo; un año después, otro de sus hijos, Ale­jandro Janeo (103‑76), toma el título de rey. Del 76 al 67, reina su esposa Alejandra, hasta que alcanza la mayoría su hijo Aristóbulo 11(67‑63). Las disensiones entre Aristóbulo y su hermano Hircano II fueron la causa de la intervención romana en Palestina (cf. p. 15).

Pero hemos de volver sobre un suceso fecundo en con­secuencias. En el año 152, llevaban siete años sin sumo sacerdote. Desde la época de David–Salomón, el sumo sa­cerdote era escogido de la descendencia de Sadoq (2Sam 8, 17; 1Rey 2,35). La legitimidad estaba ligada ala pertenencia a esta dinastía sadócida. Pues bien, en el 175, el sumo sacerdote Onías III había sido eliminado por Antíoco IV y había muerto asesinado en el destierro. Su hermano Jasón obtuvo el puesto mediante una buena cantidad de dinero, pero pronto fue sustituido por Menelas, un oscuro sacer­dote; luego fue elegido Alkima, descendiente de Aarón. Cuando murió en el 159, nadie lo sustituyó. Fue entonces cuando Jonatán, el jefe de la resistencia armada, logró también en el 152 que lo nombrara sumo sacerdote Alejan­dro Balas, un pretendiente al trono de Antioquía. Jonatán era de clase sacerdotal, pero no sadócida; por eso los apegados a la tradición consideraron ilegítimo su sacerdo­cio. Fue sin duda en esta ocasión cuando algunos judíos piadosos empezaron a separarse de los macabeos (Cf.: más adelante fariseos y esenios). Después de Jonatán, sus suce­sores siguieron acumulando los dos poderes civil y religioso.

Así, pues, las cuatro grandes sectas nacieron en medio de estas circunstancias tan turbulentas. Al principio, todos los judíos piadosos estaban unidos en torno a la familia de los macabeos por un motivo religioso: habían rechazado valientemente la Apostasía que les quería imponer Antíoco IV y que algunos habían aceptado, abandonando las costum­bres judías y recurriendo incluso a la cirugía para hacer desaparecerla circuncisión, signo de la pertenencia a lsrael (1Mac 1, 13‑15). Para los creyentes, ese abandono de la alianza y de su signo visible no podía menos de acarrear la maldición de Dios, esto es, toda una escalada de castigos que llevarían hasta la pérdida de la tierra santa, tal como habían anunciado los profetas y como había demostrado ya antes el destierro. Como indica bien 2Mac 6, 12‑17, al enviar el castigo inmediatamente después de las primeras aposta­sías, Dios evitó que todo el pueblo apostasiase y que fuera profanada la alianza una vez más.

Pero, lo que está claro a nivel de los principios para quienes, con. Matatías, «sienten celo por la ley y quieren mantenerla alianza» (1Mac 2, 27), no resulta tan claro en concreto: ¿exige la fidelidad a la ley un inmovilismo abso­luto? .Y si se admite cierta evolución, ¿a dónde se llegará? Aquí es donde los grupos empiezan a separarse.

LOS SADUCEOS

Su nombre parece estar relacionado con Sadoq: «los saduceos se consideran como los que tienen el sacerdocio legítimo, en la línea de Ez 40,46, que es lo que también reivindican los hijos de Sadoq de Qumran. Se les puede considerar como los descendientes del sacerdocio y de la aristocracia de la época macabea, benévolos con el hele­nismo y fieles a la dinastía asmonea. Aparecen como un grupo organizado bajo Juan Hircano (135‑104) e intervienen continuamente en la vida política del país, sobre todo por medio del sumo sacerdote y del sanedrín.

En su origen, por tanto, eran los caudillos de la resisten­cia contra los impíos, pero para asegurar la victoria de su causa tuvieron que buscar apoyos en el exterior, especialmente entre los romanos, negociando con sus directos ad­versarios, con tal de poder salvar al pueblo de la matanza. Estos contactos los abrieron ala civilización griega, que no era del todo mala y que sobretodo era la de sus amos. La historia de los asmoneos y del grupo saduceo que los sostiene muestra cómo van creciendo cada vez más en lujo y en aficiones helenísticas; esto se ve sobre todo en el comer­cio entre Grecia y Palestina, comercio importante, ya que de lo contrario no habría recibido Hircano II como signo de reconocimiento la corona de oro de Atenas, que levantó además su estatua dentro de la ciudad. Tampoco Jonatán desechó la corona de oro que le ofreció Alejandro Balas al nombrarle sumo sacerdote, convirtiéndolo de este modo en amigo fácil de manejar (1Mac 10, 65‑20).

En el plano religioso, son ellos los que tienen poder en el templo y por tanto en el culto, y en el sanedrín, hasta el año 76 a.C., fecha de la muerte de Alejandro Janeo. Al final de su vida, éste comprendió que era peligroso gobernar apoyán­dose en un solo partido y le pidió a Alejandra que dejara sitio al partido de los fariseos. Alejandra hizo entrar en el sanedrín a algunos escribas que pronto acapararon todo el poder religioso. Los saduceos ya no podrán reaccionar del todo, dado que su jefe, el sumo sacerdote, depende total­mente del poder civil (los asmoneos, luego Herodes y el procurador romano) y por eso no cuentan con simpatías entre el pueblo.

La fe saducea, porto que sabemos, se explica muy bien en este contexto: están muy apegados al Pentateuco, pero sólo a él; sospechan de los profetas y prescinden de los escritos, considerándolos como herejía que trajo todas las tradiciones nuevas, influidas por las civilizaciones circun­dantes y promovidas por los fariseos. Insisten en mostrar su fidelidad al Dios de los padres y de la alianza, fidelidad que les viene muy bien para justificar su estilo de vida. En efecto, niegan la resurrección, apoyándose en el concepto tradicio­nal de una retribución inmediata y material: ellos poseen la riqueza y el poder, porque Dios les bendice y son ellos los justos. Aceptar un juicio y una retribución después de morir sería perderla seguridad: es angustioso vivir en un mundo donde «los primeros serán los últimos».

Josefo (que es fariseo, y no los quiere), dice que «es para ellos una virtud disputar contra los maestros de la sabiduría que siguen» (Antigüedades, 18, 16): cuanto más concreta y limitada es la ley, mayores el terreno en donde no se aplica, en donde se goza de plena libertad. Encontramos una apli­cación concreta de este principio en las reglas de pureza: los saduceos creen que sólo son válidas dentro del recinto del templo. Esto tiene dos consecuencias: se está libre de ellas fuera del servicio del templo y son libres para tratar con los paganos (véase, al contrario, la actitud de los fariseos: Mc 7, 3‑4); la pureza, y por tanto la santidad, está reservada a los que están frecuentemente en el templo, o sea, a los jefes de los sacerdotes; el pueblo no está prácticamente afectado por estas reglas y se le puede pedir toda clase de cosas y de servicios, especialmente prestaciones personales.

En el siglo l de nuestra era, los saduceos representan un triste papel: desde Pompeyo, Roma les ha quitado el poder político y una parte del poder religioso (el sumo sacerdote ya no es escogido por Dios, hereditariamente, sino por el emperador y su legado); los fariseos les han despojado de lo que les quedaba de autoridad; incluso en su propio terreno, en el culto, tienen qué seguirlas propuestas de los fariseos debido a la presión del pueblo.

Sin embargo, orgullosos de su condición de nobles, parecen haber llegado hasta el final en su preocupación por el bien del pueblo tanto como por su propio provecho; Josefo nos lo demuestra interviniendo muchas veces por el pueblo ante los procuradores o contra éstos ante el empera­dor. Es verdad que tienen conciencia de que su prosperidad va ligada ala suerte del pueblo: son los primeros en querer apagar todo motín popular que pudiera acarrear represalias.

Fueron también los principales responsables de la muerte de Jesús (cf. Jn 11,49‑50).Fue sin embargo uno de ellos el que ocasionó la catástrofe del año 70, al interrumpir en el año 66 el sacrificio por el emperador. La única razón de ser que les quedaba, el templo, se hundió en el año 70, y con él también ellos se hundieron.

LOS ZELOTES

Sólo después de la insurrección judía del año 66 p.C., llama Josefo «zelotes» a los que antes había llamado «ban­didos» o «bandoleros». Reconoce sin embargo que existían ya como «secta» (ala que no nombra) o grupo organizado desde el año 6 p.C., cuando Judas el Galileo lanzó un movimiento revolucionario contra el censo organizado por Quirinio de los bienes de los judíos, con fines fiscales. Este reconocimiento tardío como «secta» señala claramente la resignación de los responsables judíos: por aquella época, sólo los violentos podían salvarlo que constituía la razón de ser de Israel.

Pero de hecho, como tendencia, este movimiento extre­mista hunde sus raíces en la historia antigua del pueblo. S u nombre zelote procede de una palabra griega que significa sentirse celoso de… Ya en la época del Éxodo, se nos habla del sacerdote Fineés celoso de Dios (Núm 25, 6‑13); este movimiento se desarrolló en la época macabea y a partir de entonces «todos los textos nos describen a unos zelotes del mismo tipo: rigoristas violentos que, como Fineés, Elías, Jehú y Matatías, ejecutan sin piedad a quienes consideran infieles a la ley de Moisés. Para los zelotes de la guerra judía, el enemigo no son ya los judíos apóstatas, sino los romanos y sus colaboradores. Asistimos sin duda a un cambio provo­cado por una nueva situación».

Tanto en el plano de las acciones concretas como en el de las motivaciones más hondas, se trata del mismo movi­miento a través de estos siglos: esas personas se muestran muy quisquillosas porta santidad del tempo y el respeto ala ley, seguros de que Dios está con ellos; en efecto, el Señor ha dado una tierra a Israel, pero en cambio n o tolera en ésa tierra santa ninguna falta, ninguna transgresión, ni por parte de. los judíos ni por parte de los infieles.

Los judíos pueden faltar a su fidelidad religiosa; en ese caso, los zelotes Intervienen, con la bendición de los sacer­dotes, para un linchamiento inmediato (podría ser un ejem­plo de ello la muerte de Esteban: Hech 6, 12s). También pueden faltar a su fidelidad política, buscando p4ctos con el ocupante, los romanos, en vez de fiarse sólo de Dios. Tam­bién entonces reaccionan los zelotes, con gran disgusto de Josefo.

Los no judíos, sobre todo los ocupantes, tienen que ser eliminados, sobre todo sise muestran duros con el país (con el censo) o si se burlan de las instituciones religiosas; un acto desvergonzado de un soldado romano y la destrucción por el fuego de un rollo de la ley por culpa de otro provoca­ron, por los años 50 p.C., varios motines que desembocaron en guerra abierta. La última provocación fue el saqueo del templo por el procurador Floro (Cf., p. 58).

De esta forma, mientras que los saduceos y sus amigos asmoneos traicionaban la causa religiosa de los macabeos aliándose con los peores enemigos de su fe, los zelotes eran los campeones de la ortodoxia y del integrismo. Era Imposi­ble el consenso entre las dos tendencias y sus divergencias se muestran tanto en el plano geográfico como en el social: los zelotes tienen su origen en Galilea, donde pueden fácil­mente buscar refugio en cuevas y escondrijos; suelen ser muy pobres. Los saduceos mandan en Judas y sobre todo en Jerusalén y son gente bien acomodada.

Religiosamente, los zelotes tienen una confianza abso­luta en Dios y en las instituciones queridas por él: el templo y la ley. Están convencidos de que con sus acciones de «limpieza de los impíos», apresuran la llegada de su reino, de su mesías; Dios es el único señor, pero él no actúa solo y tiene necesidad de los hombres; cuanto más celosos sean de él, incluso en el plano político y en el temporal, tanto mejor.

LOS FARISEOS

Los fariseos entran concretamente en la historia bajo Alejandro Janeo (103‑76); se atreven a oponerse a aquel rey‑sumo sacerdote que les reprochaba su influencia sobre el pueblo; así comenzó una guerra civil de seis años en la. que miles de judíos fueron crucificados por su propio rey. Pero los fariseos salieron victoriosos (cf. p.60) y fueron muy influyentes bajo el reinado de Alejandra.

Pero sus orígenes deben buscarse aún más lejos; se les relaciona con el grupo de los hassidim y con el sacerdote Esdras. Los hassidim eran los judíos piadosos (tal es el significado de la palabra hebrea) que, durante la restaura­ción nacional llevada a cabo por Esdras, creían que no bastaba con reconstruir el templo, las murallas y la ciudad de Jerusalén, sino que había que construir además una vida espiritual capaz de animar aquellas piedras, basada en el estudio de la ley para conocer la voluntad de Dios y en la oración. Estos hassidim fueron los que recogieron, quizás los que crearon, numerosos salmos.

Cuando la crisis macabea, estos piadosos parece que no estaban unánimes entre sí; al principio se pusieron al lado de Matatías, pero ya en tiempos de Judas Macabeo algunos dejaron el movimiento, pues a sus ojos la lucha de Judas tenía un carácter más político que religioso.

Vemos que se dibujan entonces las diferencias entre las tres grandes corrientes judías: Los saduceos siguen una actividad política de compromiso‑con el vencedor, para recuperar todo cuanto puedan los zelotes rechazan todo compromiso y luchan activamente por expulsar al ocupante; los fariseos, cercanos ideológicamente a estos últimos, rehúsan el compromiso político activo y creen que el pueblo y el país alcanzarán su salvación con su piedad y el estudio serio de la ley. Así, por ejemplo, aceptan al sumo sacerdote Alkima, a pesar de su formación helenista, porque con él pueden reanudarse los sacrificios rituales en el templo y de esta forma se honra de nuevo a Dios.

Esta actitud de respeto ante el sumo sacerdote, sea el que sea, ligada a una desconfianza frente al poder político, continuará siendo característica de los fariseos. Cuando llegó Pompeyo a oriente, le pidieron el 63 a.C. que arbitrase entre Hircano II y, Aristóbulo II, el pueblo «pidió que no le dieran un rey, pues su tradición era obedecer a los sacerdotes del Dios a quien honraban; que esos hombres (Hir­cano y Alistóbulo), descendientes de los sacerdotes, habían querido inducir al pueblo a cambiar de gobierno para redu­cirlo a la esclavitud» (Antigüedades judías, 14, 4). Esta dele­gación del pueblo era de hecho la de los fariseos. Más tarde, Herodes el Grande no consiguió que prestasen juramento de alianza con él.

Los fariseos, hombres piadosos, conocían bien la ley, se esforzaban ante todo en vivirla ellos mismos y consideraban como obligación suya difundirla a su alrededor, tal como lo hacían sobretodo en la sinagoga. Es una pena que se les haya caricaturizado como hipócritas; no hemos de tomar al pie de la letra a Mt 23: es un texto polémico que sin duda firmarían muchos fariseos, conscientes ellos mismos de su imperfección.

Su recelo del poder y su preocupación por la educación de las masas les dieron a los fariseos una influencia enorme entre el pueblo, hasta el punto de que los jefes tenían que seguir siempre sus consejos; el sumo sacerdote tenía que someterse a su decisión, incluso en un acto tan estricta­mente religioso como el acceso al Santo de los santos el día del Kippur. Herodes el Grande parece ser que tuvo más consideración con ellos que con los saduceos: cuando subió al trono, liquidó a muchos de sus adversarios, pero se contentó con imponer una multa a los fariseos que le nega­ban el juramento. En el siglo I de nuestra era, si los procuradores parecen ser más bien pro‑saduceos, los fariseos encuentran seriamente apoyo en los reyes Agripa; dada su influencia en el sanedrín, fueron verdaderamente los defen­sores del pueblo y se presentan como el primer partido tanto político como religioso.

Salidos del pueblo, los fariseos quieren estar separados de él (ése es realmente el sentido de su nombre); les parece demasiado ignorante de la ley y sobre todo impuro, ya que no respeta suficientemente la ley de santidad, expresión misma de la voluntad de Dios. De esta ley de Moisés sólo una parte se puso por escrito; el resto fue transmitido oralmente por Moisés a los profetas y luego a los sabios o escribas (rabinos) gracias a una enseñanza esotérica que, en el siglo I, se fue haciendo cada vez más importante (cf. Cuadernos bíblicos 12). Esta ley oral tiene tanto o más valor que la escrita. Y en la medida en que se respeta a esta ley, oral y escrita, se adquieren los méritos necesarios para la salvación y para la venida del mesías que establecerá final­mente el reino de Dios, echando al mismo tiempo a los romanos y a todos los demás ocupantes.

El fariseísmo era el único movimiento suficientemente religioso para resistir a la catástrofe del año 70; en Yamnia, en la costa del Mediterráneo, será él el que haga renacer el judaísmo (cf. p. 61).

LOS ESENIOS

Su conocimiento se debe en gran parte al descubri­miento de los «manuscritos del mar Muerto a partir de 1947. Pero antes de que conociéramos su biblioteca, los conocían ya Josefo, Filón de Alejandría y Plinio el Viejo.

Su historia y sobre todo su origen no están aún total­mente en claro. Parece ser que durante la persecución macabea algunos descendientes de la familia de Sadoq, los hijos de Sadoq», se refugiaron en el desierto; después de una crisis en el interior del grupo, los más tibios volvieron a su casa y los fervorosos se fueron a Qumrán, donde se encontraron con los primeros desterrados de la persecu­ción. Esta fusión de laicos desterrados y de sacerdotes sadócidas explicaría su organización, muy jerarquizada, que sitúa a los sacerdotes, hijos de Sadoq, en un lugar insusti­tuible en todos los grados.

Tampoco son claros algunos puntos importantes de su vida; durante mucho tiempo se creyó que no se casaban, pero se ha encontrado allí un tratado del matrimonio y se han excavado tumbas de mujeres… ¿Vivían todos en Qum­rán, o en otras comunidades cerradas, o también «en el mundo»?

Lo cierto es que eran más escrupulosos todavía que los fariseos en su apego alas reglas de pureza y absolutamente tradicionales en varios puntos: rechazaban el calendario seléucida y seguían el antiguo (esto explica que no celebra­ran la pascua en la misma fecha que el judaísmo oficial). Para ser puros, se bañaban varias veces al día y sobre todo renunciaban a ir al templo, demasiado manchado a sus ojos desde que se cambió el calendario y los sumos sacerdotes dejaron de ser sadócidas. Preferían sustituirlos holocaustos por la santidad de su vida, aguardando a que Dios quisiera restablecer el culto y el templo en su pureza original.

Se consideraban como el ejército sagrado de Dios, que había de combatir en la tierra y aniquilar a todos los impíos, en el momento en que Dios diera la señal; en aquel mo­mento, los ángeles del cielo combatirán también contra los demonios en un combate escatológico que asegurará la victoria final de Dios, la destrucción de todos los impíos y el triunfo de los santos. Quieren estar siempre ritualmente dispuestos para esta guerra santa, pero a diferencia de los zelotes no quieren comprometerse mientras Dios no dé la señal.

Estos esenios son, como indican Josefo y Plinio, un grupo muy cerrado, pero seductor para los judíos que quie­ren entregarse por completo a Dios. ¿Qué impacto político tuvieron sobre la sociedad judía del siglo I? Lo ignoramos totalmente, excepto el hecho de que en la guerra del 66‑70 están con los zelotes (¿habría llegado el «signo» de Dios?). Desaparecieron en la tormenta.

LOS HERODIANOS

Si los evangelios no hablan de los esenios, citan a veces a los herodianos (vgr. Mc 3,6), desconocidos por otra parte. Es cierto que Herodes el Grande, luego Antipas en Galilea y los dos Agripa no pudieron reinar sin tener un grupo de partidarios y de amigos que vivían probablemente como sus príncipes, al estilo judío en Palestina y como romanos fuera de ella, en la corte y en su vida privada. Seguramente se mostraban muy atentos a todo cuanto pudiera serlo pare­cer) un movimiento mesiánico, capaz de comprometer su poder.

LOS MOVIMIENTOS BAUTISTAS

En el siglo I de nuestra era se supone en Palestina la existencia de movimientos de «despertar religioso». Como se desarrollaron entre el pueblo sencillo, no han dejado huellas en la literatura. Parece ser que se caracterizaron por el deseo de proponer a todos ‑y no sólo a algunos‑ la salvación, incluso a los pecadores y a los paganos (cf. Lc 3, 7‑14).El bautismo, inmersión en el agua, hecho una vez para siempre (lo cual le distingue de los ritos de purificación de otras sectas) era un rito realizado con vistas al perdón de los pecados.

Se conocen sobretodo dos grupos bautistas: el que se agrupa entorno a Juan denominado el bautista y que duró bastante tiempo (cf. Hech 18, 25; 19, 1‑5), hasta el punto de que los cristianos se sintieron obligados a polemizar contra él; y el grupo que nació en torno a Jesús, que había sido bautizado a su vez (Jn 3, 22; 4, 1‑2). Este último grupo quedará evidentemente transfigurado por completo por la persona de Jesús. Al lado de estos dos grupos organizados, se debieron multiplicar entre el pueblo las prácticas bautis­tas. Todavía en nuestros días los mandeanos conservan la supervivencia de esos grupos.

Este movimiento se caracterizaba también por la repulsa del templo y de los sacrificios sangrientos. ¿ En qué medida participó Jesús de estas ideas?.

LOS SAMARITANOS

Aunque no pertenecen propiamente hablando al judaísmo ni constituyen una secta judía, los samaritanos tie­nen que ser considerados como una comunidad caracterís­tica del ambiente palestino de aquella época.

Se les podría caracterizar a la vez por su proximidad y su oposición al judaísmo. Tanto y más todavía que los judíos, los samaritanos son los hombres de la ley, representada por los cinco libros del Pentateuco; siguen sus prescripciones con todo rigor en lo que atañe, por ejemplo, a la circunci­sión, al sábado y a las fiestas. Su liturgia y su literatura religiosa celebran al Dios único, a su intérprete Moisés, la liberación de Egipto, la revelación del Sinaí. Pero, por otra parte, se manifiesta una divergencia fundamental con los judíos en el hecho de que rechazan los demás libros del A.T. y sobre todo en su negativa a reconocer a Jerusalén como metrópoli religiosa y al templo de Salomó n como santuario central.

Para ellos, el verdadero santuario de la tierra santa y el único lugar de culto legítimo es el monte Garizín, que se eleva sobre la ciudad de Siquén. En la cumbre de esta montaña es donde celebran las grandes fiestas, especialmente la pascua según el ritual de Ex 12. El Garizín, lugar de la bendición según Dt 11,29 y 27, 12, se menciona además en un segundo mandamiento que figura en la versión sama­ritana del decálogo. Se trata de una de las raras variantes del Pentateuco samaritano en relación con el texto recibido.

Hay también un mesianismo entre los samaritanos, que esperan al Taheb, el que ha de venir. No se trata de un descendiente de David, como el mesías judío, sino de una especie de nuevo Moisés, el profeta de Dt 18,15, que vendrá a ponerlo todo en orden al final de los tiempos.

Es difícil señalar con certeza la historia de los orígenes de esta comunidad. Según el relato de 2Rey 17, después de la caída del reino del norte y de la toma de Samaría el 721, los asirios deportaron a uña parte de los habitantes y esta­blecieron en aquellas tierras colonos mesopotámicos. Estos habrían fundado, con ayuda de un sacerdote local, un culto sincretista. Aunque la tradición samaritana sitúa la ruptura todavía antes, cuando Siquén fue abandonada por Silo, hoy se piensa más bien que es más tardía la constitución de esta «secta» samaritana. Cabe pensar también en la vuelta del destierro, en la época de Zorobabel y de Nehemías, o en el momento de la conquista de Alejandro; fue entonces, según el historiador judío Flavio Josefo, cuando los samaritanos construyeron un templo en el monte Garizín.

Las relaciones solían ser bastante tensas entre Jerusalén y Samaría, pero dentro de una estrecha comunidad de des­tino. Se siguieron manteniendo ciertos vínculos y se ejer­cieron influencias recíprocas entre judíos y samaritanos; por otra parte, éstos están en ciertos aspectos más cerca de los saduceos que de los fariseos. Pretenden serlos herederos de las tribus del norte que permanecieron fieles a la fe de Moisés. Su oposición al templo de Jerusalén pudo acercar­los a los esenios y a ciertas corrientes del cristianismo primitivos.

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